(Cuento
para Navidad y Reyes. Un homenaje a mi amigo y compañero Paco Robles).
Salió
presuroso de su oficina. Había entrado a trabajar en la empresa a las siete de
la mañana y a las tres de la tarde le sobraba el hambre. Tiró por otra calle
intentando cortar aún más y así llegar antes a su casa. Al volver una esquina
le llegó un olor de toda la vida. Un olor a cocido, a caldo humeante, el mismo
que llenaba su casa de niño cuando regresaba del colegio y su madre se afanaba
en la cocina. Sin pensárselo mucho, decidió entrar en el local del que procedía
el olor. Parecía un restaurante modesto. Iba algo distraído pensando en el
informe que tenía que preparar aquella tarde para entregarlo al día siguiente
en su empresa. Números y más números. Pero había que congraciarse con el nuevo
jefe de sección.
Cuando empezó a observar, descubrió que aquello era un autoservicio frecuentado
por gente de toda condición. Había personas vestidas de clásico, chaqueta y
corbata, junto a otras con camisas a cuadros y vaqueros. Señoras de negro y
jovencitas con vestidos de alegres colores. Otros con enormes mochilas, barba
larga y pelos revueltos.
Cogió su bandeja y se puso en la cola. Cuando empezaron a servirle, alzó la
mirada y vio que eran tres camareros los que estaban sirviendo. Uno de ellos
era negro y los tres le sonreían. Entonces advirtió por un letrero que había en
la pared y por unas leyendas que lucían en los mandiles, que aquello era un
comedor social. De repente, se sintió incómodo. Quiso dejar la bandeja y
marcharse, pero los camareros se lo impidieron y terminaron de servírsela. El
cocido, el filete empanado, la ensalada y la fruta. El camarero negro le dijo:
–No se preocupe. La primera vez se pasa mal. Luego se acostumbra uno. No debe
avergonzarse de nada. ¡Ah! Y de postre especial hoy tenemos un helado buenísimo
que nos ha donado una importante marca heladera. Ya puede sentarse.
Se sentó en una mesa donde un matrimonio mayor y bien vestido comía en silencio
sin levantar los ojos de la bandeja. Enfrente, un tipo con barba descuidada,
sonreía mientras daba cuenta del filete empanado y no paraba de hablar.
–¿Tú eres nuevo, verdad? Se te nota. Verás. Yo he perdido el trabajo, el banco
se ha quedado con mi casa y después del divorcio no sé adónde ir. Duermo en un
albergue y menos mal que aquellos tres camareros me han acogido y me tratan de
maravilla. Que quieres que te diga. Al final he tenido suerte en la vida. Así
que no te agobies, compañero, que de todo se sale.
No podía creer lo que estaba sucediendo. Nadie le había pedido nada por darle
de comer, ni le habían preguntado por nada. Comió rápidamente y al terminar, se
levantó.
–Nos veremos a la noche, en la cena –le dijo el compañero de mesa.
Sin poder articular palabra, se despidió con una inclinación de cabeza. Al
pasar junto a la barra, los tres camareros se apresuraron a despedirlo con una
amplia sonrisa.
–Si algún día vienes por aquí y por casualidad no estamos, di que vienes de
parte nuestra.
El primer camarero le alargó la mano:
–Yo me llamo Melchor.
El segundo, con una amplia sonrisa:
–Yo, Gaspar.
Y el negro, agarrándolo y dándole un fuerte abrazo que parecía que lo iba a
asfixiar, le gritó al oído:
–Y yo tu amigo Baltasar. ¡Felicidades, compañero!