domingo, 30 de noviembre de 2014

El puente



En plena Transición, Juan Antonio Bardém, realizó una película que se llamó “El Puente”. Era la historia de un hombre gris, mecánico en un taller de motos, que se tomaba la vida un poco a la ligera. Llegó un puente, como ahora llegan los de la Constitución y la Inmaculada, y tras no poder llevarse a una amiga a pasar por ahí los susodichos días, optó por fletar su moto y marcharse solito a Torremolinos. Para que ustedes se hagan una idea, el personaje protagonista estaba interpretado por Alfredo Landa…

Nuestro hombre había sido tentado por cierto sindicato clandestino, pero él prefería vivir la vida por sí mismo.

En el transcurso del recorrido entre Madrid y Torremolinos, se encontró con una serie de circunstancias y personajes que él desconocía. La madre de un etarra preso en la cárcel de Herrera de la Mancha; un grupo de teatro que actuaba por los pueblos; un entierro en un pueblecito; una reunión de señoritos en una finca rodeados de “tías buenas”…

Cuando llega a Torremolinos, solo le queda tiempo de sentarse frente al mar y meditar un rato. Inmediatamente inicia el viaje de regreso hacia Madrid. Las reflexiones le machacan durante el recorrido. Cuando termina el puente, regresa a su taller y se integra en el sindicato clandestino…
¡Buen puente! Y ahora, me pregunto: ¿Para qué utilizamos los puentes en la actualidad? Para hacer las compras de Navidad y Reyes. Para ver a la familia, los amigos, para ir al campo, para comer en un establecimiento de “new look”… Para decir tonterías… Para seguir el estilo de algunas historias de José Luis Garci (“Las verdes praderas”, con otro Alfredo Landa…), esos personajes que van a la parcela a jugar al tenis con los compañeros de la empresa y seguir diciendo tonterías los días que podían ser para el descanso y la familia. Por cierto, en esta película Garci le pega fuego en la secuencia final al chalet… Y todos ríen y cantan. Se acabó el campo, lo ficticio, la estupidez oculta bajo un tamiz de un lujo aparente que no llega a los mínimos niveles. Coche, piso en la capital, chalet en la urbanización y todos vacíos por dentro…

¡Ya no hacen falta sindicatos que nos salven y nos ayuden! Ya no hay dinero para parcelas ni “chaleres”… Pero seguimos con las cabezas vacías, que eso sí que es malo…

viernes, 14 de noviembre de 2014

Joaquin Romero Murube.



De acuerdo. Yo escribí y publiqué un libro sobre Joaquín Romero Murube. Me empapé de su vida, obra y milagros, gracias a las entrevistas que me concedieron sus sobrinos. ¡Grandes personas! Y lo ilustré con fotos inéditas que ellos me facilitaron. Alguien me dijo que lo mejor del libro era la información gráfica. En fin. Algo es algo. Menos da una piedra.

          Pero a partir de aquel momento me vi envuelto en un vendaval de opiniones y requerimientos: “Pero, ¿Joaquín era un fachilla, no?” “Si siempre estaba con las cofradías…” “Se escondió en el Alcázar para vivir de maravilla…”

          Un día me ocurrió una escena similar en plena Feria del Libro que, por cierto aquel año, se dedicaba a Romero Murube y yo lanzaba mi libro sobre él. Un intelectual de estos de salón, de entrada ya mal educado, dijo en el bar de la Feria, algo parecido a la primera de las tres frases que he citado con anterioridad. Aquello me molestó y salté con ese carácter que, vaya por Dios, El mismo me ha dado. Cómo sería la cosa, que un buen compañero, profesor de instituto y escritor, Salvador Compán, intervino para que la discusión no fuese a mayores.

          Yo argumenté: Que Joaquín siempre amó a Sevilla; le pregunté si había leído “Los cielos que perdimos”; si había disfrutado con los recuerdos escritos sobre su pueblo natal, Los Palacios; si sabía que ayudó a que no tiraran el puente de Triana; que hospedaba en su casa a Federico García Lorca y que corría la leyenda de que ayudó a huir a Miguel Hernández camino de Portugal…

          De acuerdo que existe una foto en la cual, Joaquín, con el uniforme de Falange, le muestra el Alcázar al mismísimo Franco y a Oliveira Salazar… Bueno, ¿y qué? El vivió su exilio interior, su exilio en el Alcázar en vez de elegir Inglaterra, Méjico o Argentina… Supo aguantar el aguacero y se tragó todos los sapos…

          También cuentan que cuando Franco se quedaba en el Alcázar, lo llamaba y le preguntaba: “¿Qué chistes se cuentan por aquí de mí?”

          Y ya termino. Si fue franquista, pues lo sería, que lo dudo. Fue listo. Pero ojalá todos los franquistas de aquellos tiempos hubiesen sido como Joaquín, que sabía leer, escribir, era educado, era poeta y amaba Sevilla por sus cuatro costados… Y era soleano. ¡Y nunca fue un vulgar arribista de brazo en alto!

domingo, 2 de noviembre de 2014

Don Juan Tenorio. El mito y el recuerdo



Todo el mundo se sabe una frase clave de las obras míticas. Normalmente suele ser la primera. Quizás porque no se ha llegado más lejos. “En un lugar de la mancha…” “Platero es suave… se diría todo de algodón…” “Cuan gritan esos malditos…” o “¿No es verdad angel de amor…?” Y todos quedan muy bien.

El Tenorio es el mito repetitivo, el de todos los años, convertido en tradición. No niego los valores que la obra y sus distintas versiones puedan tener por sí mismas como piezas literarias.

Yo nunca hice el Tenorio. He visto varios, en Sevilla y en Madrid, a grupos de aficionados insufribles y a consagradas figuras del teatro español, a veces igual de insufribles, adobados con delirantes escenografías. Nos encontramos ante un mito convertido en universal, como Carmen.

El cine no se ha quedado atrás. Recuerdo hasta once versiones. Españolas, francesas, italianas, alemanas, estadounidenses, con Marlon Brando de por medio, unas en serio, otras en  clave de humor y otras situadas en lugares inopinados, como Sicilia y los infiernos, o mezclado con otro mito, el de Fausto, o la realizada sobre el texto de Moliere, autor que también cayó en la tentación de jugar con nuestro paisano, o convirtiéndolo en un fantasma que lucha por actuar en el Lope de Vega de Sevilla.

El valor que puede tener la repetición del Tenorio todos los años por las mismas fechas, se adscribe más bien al fenómeno que se produce al revivir determinados momentos y sensaciones. Ver la cabalgata de reyes en la esquina de casa de la abuela; oler el primer humo de las castañas asadas; ver encenderse las luces de la Feria; el primer azahar; tu cofradía por tu barrio con los campanilleros de fondo; sacar del altillo las figuritas del Nacimiento; el bacalao y las torrijas en los escaparates; los villancicos en la Campana… Por encima de los valores concretos que encierras todas y cada una de estas cosas, están los recuerdos que te reavivan…

Es posible que algún día, al escuchar aquello de “¿No es verdad ángel de amor…?”, le tuvieses cogida la mano a una novia en el anfiteatro del Lope de Vega. Y ahora, claro, al escucharlo de nuevo…

Por lo demás…

Ahora, la reflexión última está en ustedes mismos…