Siempre
me gustó echarle un ojo a la Feria del Libro antiguo y de ocasión. Y desde
siempre escudriñaba por los rincones con la ilusión de encontrar alguna vez un
título mío. Me hacía ilusión llegar a descubrirme entre los “clásicos”. Y así
ocurrió. Un año, y en una caseta de una librería gaditana, descubrí no uno,
sino tres títulos míos. Me llené de gozo y aquello fue como un regalo de Reyes
Magos. ¡Lo había conseguido! Ya estaba más cerca de la gloria. Empezaba a ser
“antiguo” y, probablemente, “de ocasión”. Lo que había costado 20 euros en su
día, ahora se vendía a 5. Saludé a la chica que atendía el stand, me dedicó una
sonrisa y ahí quedó todo. Pero mi curiosidad era grande y empecé a investigar.
Al final descubrí que mis libros se habían vendido, unos al peso y otros casi
tirados, tanto por parte de la editorial que en su día los lanzó y como por el
dueño del almacén donde llevaban algunos los libros un montón de años sin que
le pagaran el alquiler del espacio que ocupaban. Tirando más del hilo descubrí
que varios libreros de Sevilla habían adquirido títulos en tales condiciones y
que el de Cádiz, del que terminé haciéndome amigo, tenía almacenados cientos de
ejemplares de obras mías que, además, traía a Sevilla para venderlos en
noviembre en la Feria de la Plaza Nueva. Obras de ida y vuelta, como los cantes
flamencos.
Total: Que no había llegado al Olimpo de los clásicos, de los viejos. No. Estaba allí a consecuencia de un proceso de mala gestión administrativa y un abandono lamentable de la obra cultural, con desprecio y alevosía. Que se pudra la Historia en almacenes fríos, polvorientos o quizás húmedos. Que se malvenda, aunque de este modo alguien haya podido disfrutar de unos textos en condiciones económicas más favorables. Me alegro por ellos, de verdad.
Pero aquella situación me sumió en un estado de tristeza y reflexión. ¿Era o no era viejo? ¿Era o no era antiguo? ¿Era o no era de ocasión? ¿Era víctima de unos extraños manejos?