lunes, 15 de diciembre de 2014

Fiestas navideñas


¿Ríos de tinta? ¿Es eso lo que se dice cuando de un tema determinado se ha escrito hasta la saciedad? Pues, bien. Ríos de tinta han corrido para hablar de las Navidades. Desde Carlos Dickens hasta el último alumno del último colegio del mundo, pasando por los más viejos del más viejo asilo del mundo y por mí, que escribo todos los años un cuentecillo para la entrañable revista de la no menos entrañable cabalgata de Reyes de Higuera de la Sierra (Huelva).

Todo está dicho. Y aquí podría poner el punto y final a mi Aguijón. Pero voy a seguir. Me salto, por sabido, los significados religiosos, como lo hago al hablar de la Semana Santa, por ejemplo. Y llego al envoltorio. La fiesta. ¿Familiar? Puede que las haya, pero entiendo que es muy difícil conseguirla al pleno. Si no nos relacionamos bien durante el año, difícil va a ser que lo hagamos una determinada noche a una determinada hora y durante un determinado tiempo. Menos mal que la copilla de más ayuda a superar el trance.

¿El recuerdo de los que ya no están? Ahí puede haber algo. (Hacerle el hueco en la mesa a los que faltan…) El recuerdo del pasado… Y esa sensación nos termina llegando por las vías más simples y sencillas. Los olores, los sabores y los sonidos… Un determinado olor minutos antes de la cena te lleva al recuerdo de la cocina donde terminaba tu madre nerviosa la cena… Un pastelillo te recuerda la diablura de haberlos cogido de niño de la bandeja cuando nadie te veía y su sabor te lleva a los años de aquella eterna posguerra de pocos pastelillos… Y los sonidos. Los sonidos, la música, son el elemento que mas trae la nostalgia y el recuerdo… Una campana, aquel villancico, el coro de voces blancas. Mi primer villancico de este año me sorprendió en la calle Sierpes y se me vino la Historia encima.


Este año, solo una cosa no me puede traer recuerdos del pasado. Las iluminaciones de las calles. Son abstractas, de colores tenues, malvas, moradas, como si de otras fiestas más tristes se tratase. ¿Dónde están las bombillas de entonces, “verdes, rojas y amarillas” como decía Serrat en su canción Fiesta? ¿Dónde los dibujos de panderetas y zambombas? ¿Dónde la alegría? (“Alegría, alegría, alegría…” –decía el villancico). Los diseñadores actuales serán muy leídos y muy estudiados, pero son más tristes que “La casa de la Pradera”…

domingo, 30 de noviembre de 2014

El puente



En plena Transición, Juan Antonio Bardém, realizó una película que se llamó “El Puente”. Era la historia de un hombre gris, mecánico en un taller de motos, que se tomaba la vida un poco a la ligera. Llegó un puente, como ahora llegan los de la Constitución y la Inmaculada, y tras no poder llevarse a una amiga a pasar por ahí los susodichos días, optó por fletar su moto y marcharse solito a Torremolinos. Para que ustedes se hagan una idea, el personaje protagonista estaba interpretado por Alfredo Landa…

Nuestro hombre había sido tentado por cierto sindicato clandestino, pero él prefería vivir la vida por sí mismo.

En el transcurso del recorrido entre Madrid y Torremolinos, se encontró con una serie de circunstancias y personajes que él desconocía. La madre de un etarra preso en la cárcel de Herrera de la Mancha; un grupo de teatro que actuaba por los pueblos; un entierro en un pueblecito; una reunión de señoritos en una finca rodeados de “tías buenas”…

Cuando llega a Torremolinos, solo le queda tiempo de sentarse frente al mar y meditar un rato. Inmediatamente inicia el viaje de regreso hacia Madrid. Las reflexiones le machacan durante el recorrido. Cuando termina el puente, regresa a su taller y se integra en el sindicato clandestino…
¡Buen puente! Y ahora, me pregunto: ¿Para qué utilizamos los puentes en la actualidad? Para hacer las compras de Navidad y Reyes. Para ver a la familia, los amigos, para ir al campo, para comer en un establecimiento de “new look”… Para decir tonterías… Para seguir el estilo de algunas historias de José Luis Garci (“Las verdes praderas”, con otro Alfredo Landa…), esos personajes que van a la parcela a jugar al tenis con los compañeros de la empresa y seguir diciendo tonterías los días que podían ser para el descanso y la familia. Por cierto, en esta película Garci le pega fuego en la secuencia final al chalet… Y todos ríen y cantan. Se acabó el campo, lo ficticio, la estupidez oculta bajo un tamiz de un lujo aparente que no llega a los mínimos niveles. Coche, piso en la capital, chalet en la urbanización y todos vacíos por dentro…

¡Ya no hacen falta sindicatos que nos salven y nos ayuden! Ya no hay dinero para parcelas ni “chaleres”… Pero seguimos con las cabezas vacías, que eso sí que es malo…

viernes, 14 de noviembre de 2014

Joaquin Romero Murube.



De acuerdo. Yo escribí y publiqué un libro sobre Joaquín Romero Murube. Me empapé de su vida, obra y milagros, gracias a las entrevistas que me concedieron sus sobrinos. ¡Grandes personas! Y lo ilustré con fotos inéditas que ellos me facilitaron. Alguien me dijo que lo mejor del libro era la información gráfica. En fin. Algo es algo. Menos da una piedra.

          Pero a partir de aquel momento me vi envuelto en un vendaval de opiniones y requerimientos: “Pero, ¿Joaquín era un fachilla, no?” “Si siempre estaba con las cofradías…” “Se escondió en el Alcázar para vivir de maravilla…”

          Un día me ocurrió una escena similar en plena Feria del Libro que, por cierto aquel año, se dedicaba a Romero Murube y yo lanzaba mi libro sobre él. Un intelectual de estos de salón, de entrada ya mal educado, dijo en el bar de la Feria, algo parecido a la primera de las tres frases que he citado con anterioridad. Aquello me molestó y salté con ese carácter que, vaya por Dios, El mismo me ha dado. Cómo sería la cosa, que un buen compañero, profesor de instituto y escritor, Salvador Compán, intervino para que la discusión no fuese a mayores.

          Yo argumenté: Que Joaquín siempre amó a Sevilla; le pregunté si había leído “Los cielos que perdimos”; si había disfrutado con los recuerdos escritos sobre su pueblo natal, Los Palacios; si sabía que ayudó a que no tiraran el puente de Triana; que hospedaba en su casa a Federico García Lorca y que corría la leyenda de que ayudó a huir a Miguel Hernández camino de Portugal…

          De acuerdo que existe una foto en la cual, Joaquín, con el uniforme de Falange, le muestra el Alcázar al mismísimo Franco y a Oliveira Salazar… Bueno, ¿y qué? El vivió su exilio interior, su exilio en el Alcázar en vez de elegir Inglaterra, Méjico o Argentina… Supo aguantar el aguacero y se tragó todos los sapos…

          También cuentan que cuando Franco se quedaba en el Alcázar, lo llamaba y le preguntaba: “¿Qué chistes se cuentan por aquí de mí?”

          Y ya termino. Si fue franquista, pues lo sería, que lo dudo. Fue listo. Pero ojalá todos los franquistas de aquellos tiempos hubiesen sido como Joaquín, que sabía leer, escribir, era educado, era poeta y amaba Sevilla por sus cuatro costados… Y era soleano. ¡Y nunca fue un vulgar arribista de brazo en alto!

domingo, 2 de noviembre de 2014

Don Juan Tenorio. El mito y el recuerdo



Todo el mundo se sabe una frase clave de las obras míticas. Normalmente suele ser la primera. Quizás porque no se ha llegado más lejos. “En un lugar de la mancha…” “Platero es suave… se diría todo de algodón…” “Cuan gritan esos malditos…” o “¿No es verdad angel de amor…?” Y todos quedan muy bien.

El Tenorio es el mito repetitivo, el de todos los años, convertido en tradición. No niego los valores que la obra y sus distintas versiones puedan tener por sí mismas como piezas literarias.

Yo nunca hice el Tenorio. He visto varios, en Sevilla y en Madrid, a grupos de aficionados insufribles y a consagradas figuras del teatro español, a veces igual de insufribles, adobados con delirantes escenografías. Nos encontramos ante un mito convertido en universal, como Carmen.

El cine no se ha quedado atrás. Recuerdo hasta once versiones. Españolas, francesas, italianas, alemanas, estadounidenses, con Marlon Brando de por medio, unas en serio, otras en  clave de humor y otras situadas en lugares inopinados, como Sicilia y los infiernos, o mezclado con otro mito, el de Fausto, o la realizada sobre el texto de Moliere, autor que también cayó en la tentación de jugar con nuestro paisano, o convirtiéndolo en un fantasma que lucha por actuar en el Lope de Vega de Sevilla.

El valor que puede tener la repetición del Tenorio todos los años por las mismas fechas, se adscribe más bien al fenómeno que se produce al revivir determinados momentos y sensaciones. Ver la cabalgata de reyes en la esquina de casa de la abuela; oler el primer humo de las castañas asadas; ver encenderse las luces de la Feria; el primer azahar; tu cofradía por tu barrio con los campanilleros de fondo; sacar del altillo las figuritas del Nacimiento; el bacalao y las torrijas en los escaparates; los villancicos en la Campana… Por encima de los valores concretos que encierras todas y cada una de estas cosas, están los recuerdos que te reavivan…

Es posible que algún día, al escuchar aquello de “¿No es verdad ángel de amor…?”, le tuvieses cogida la mano a una novia en el anfiteatro del Lope de Vega. Y ahora, claro, al escucharlo de nuevo…

Por lo demás…

Ahora, la reflexión última está en ustedes mismos…

martes, 14 de octubre de 2014

Velazquez y la banqueta



Que las palomas hacen sus necesidades allí donde les parece oportuno, es algo por todos bien conocido. A veces los elegidos somos nosotros mismos. Normalmente suelen elegir monumentos escultóricos o arquitectónicos. Para paliar tal ataque a la integridad de estas obras, de más o menos reconocido valor, se han probado mil argucias. Ultrasonidos, alambritos, yo que sé… Hasta que alguien inventó los pinchos. No los morunos, ni los de gambas, ni los al estilo brocheta. No. Pinchos puntiagudos para que el volátil se hiera cuando intente, aunque sea solo para reposar brevemente sobre la estatua que está más a la mano, en este caso, a las patas. Entonces resulta que ahí hay pinchos y la paloma huye despavorida.

Pero los genios que han decidido colocar estos pinchos para proteger las estatuas, no han pensado en algunas consecuencias. Me explico. El otro día pasaba por la Plaza del Duque (el de la Victoria) y le dediqué una mirada a don Diego de Silva (apodado Velázquez), que lleva allí de pie unos pocos de años viendo pasar el tiempo como lo lleva haciendo la Puerta de Alcalá en Madrid. “Mírala, mírala, ahí está, la Puerta de Alcalá, viendo pasar el tiempo…” Versus Ana Belén y Víctor Manuel.

Luego sigo con las palomas y los pinchos, pero aprovecho para decir que Víctor y Ana se conocieron haciendo una película de Gonzalo Suarez que se llamó Morbo. La película era regular, pero Ana, recién salida de las manos de Miguel Narros, lució una ropa interior muy caladita… Era 1972.

Vuelvo al Duque, a Velázquez y a los pinchos. Pues miré la estatua del Duque y advertí cómo habían poblado de pinchos la banqueta de Don Diego. A nadie que tenga todavía un mínimo sentido del humor, se le puede escapar la reflexión. ¿Cuántos años lleva ahí de pie el pintor? ¿Qué puede pasar el día que decida sentarse para descansar un poquito de tanto vendedor de bolsos y collares y tanta gente que va con prisa a comprar en unos almacenes cada vez más fríos y lejanos y que no le dedican ni el detalle de una sola mirada de curiosidad?

Sencillamente. Que se pinchará todo el culo. Y me digo yo: ¿Eso se lo merece don Diego?

miércoles, 1 de octubre de 2014

Sevilla y el Nuevo Mundo.



Cuando llegué a Sevilla, allá por los años 50, yo era un estudiante de preu que había hecho un enclenque bachillerato en Marruecos. Allí sí que nos tuvimos que aprender la lista completa de los reyes Godos. No había otra cosa que hacer. Y paseando cierto día con algunos compañeros de curso, me dijeron que aquel edificio que estaba frente a Correos era el Archivo de Indias. Vale, les contesté sin más… Pero me quedé pensando qué cosa era la que podría guardar aquel enorme edificio. Tal fue mi curiosidad que en la primera ocasión que tuve fui a visitarlo. Armarios y armarios llenos de archivadores… El fantasma de mis ilusiones se desvaneció. Me había imaginado enormes estancias llenas de bellísimas indias con sus encantos al descubierto… Pero claro, yo venía de estudiar los reyes godos y en el preu de aquel año dábamos Portugal y el automóvil… Por eso al escuchar “indias” pensé en aquellas morenazas que aparecían en las películas de Gary Cooper…

Paseando otro día por Triana descubrí una estatua. Pregunté de quien se trataba y me dijeron que era Rodrigo de Triana, el que gritó “tierra” cuando lo del descubrimiento de Colón. Inmediatamente, el aprendiz de gracioso sevillano, que ya tenía mala pata y era insoportable, se apresuró a contarme aquel chiste facilón en el que Rodrigo decía: Os tengo dicho que cuando yo diga “tierra a la vista”, no me tiréis arenita a los ojos… Me quedé tan destrozado como con lo de las indias.

Pasando el tiempo no he tenido más remedio que reflexionar sobre lo mal que nos habían enseñado la Historia y lo poco que en Sevilla se sabía, y se sabe, de aquel acontecimiento que terminó por cambiar el curso de la vida en el mundo.

lunes, 15 de septiembre de 2014

El amor secreto de Juan Ramón.



Se llamaba Marga. Tenía 24 años cuando conoció al poeta. Pocos meses después se suicidaba con un tiro en la sien. El amor imposible pudo más que la precocidad de su éxito como dibujante y escultora.

…Que dulce es 
el amanecer
del día último…
¡Ay, Juan Ramón!

Marga se suicidó por amor. Que equivocados están los que piensan que tales cosas solo pasaban en las novelas románticas. Y cuan equivocados están también, aquellos que piensan que el poeta era un ser extraño, introvertido, que se encerraba en una habitación forrada de corcho para escribir.
Marga, escultora, se ofreció para hacerles sendos bustos en piedra a Zenobia y a Juan Ramón. Era una escusa para ir todos los días a casa y ver al poeta. Le traía libros que había sustraído de bibliotecas o encontraba perdidos por algún rincón. Hija de un general, había recibido una elitista y severa educación, era concentrada, seria, rebelde, vigorosa y algo andrógina.
Antes de terminar el busto de Zenobia, le declaró su amor a Juan Ramón. Este le contestó que no, que amaba a Zenobia. Marga se fue a un hotelito que tenían unos tíos suyos en Las Rozas, escribió unas cartas de despedida y se disparó un tiro en la cabeza.

Como soy sola a querer, creo mucho mejor matarme ya, que sin él no puedo… y con él no puedo…
Cuando se supo que Marga había desaparecido, Juan Ramón participó en su búsqueda por todo Madrid. Fue al estudio donde trabajaba, preguntó a amigos comunes, al portero de la casa, a taxistas… Por fin, un familiar le dio la noticia. Aunque poco amigo de actos religiosos, al día siguiente acudió al funeral. Escribió mucho sobre ella. Habló con los padres para hacerle un pequeño jardín en torno a su tumba, para que estuviese siempre entre flores. Mandó hacer un mueble vitrina en nogal y cristales, donde colocó el busto, la blusa que se ponía para trabajar, su martillo, los libros que le había regalado, el diario que le entregó el mismo día de su muerte y unas cintas de colores que buscaba en las tiendas sabiendo que le gustaban… Le prometió a los padres que el busto de Zenobia, al no tener ellos hijos, iría el Museo de Arte Moderno.
En fin. Juan Ramón poeta, sí; pero sobre todo, hombre.

Tu sufrimiento, muerta tú,
se ha quedado espandido sobre mí,
como el rojo del sol después de puesto,
por la tarde.
Sentimiento sordo, profundo,
concentrado, inmenso, como el rojo de
la puesta de sol en un crepúsculo
eterno.

Juan Ramón Jiménez. Agosto de 1932.

martes, 19 de agosto de 2014

Vuelta a la rutina

 
     

¿Cuántos artículos, recuadros y columnas nos quedan por leer en estos primeros días de septiembre sobre eso que han dado en llamar “síndrome post vacacional”? La tira. Porque los periodistas nos agarramos a lo primero que pasa. Agosto lo aguantamos gracias a las carreras de caballos de Sanlúcar, la Feria de Málaga que hacen en la calle Larios, con las obras del centro de Sevilla y con los veranillos del Alamillo… Y ahora vienen los estudios sobre los cuadros depresivos al volver a la vida del trabajo.

          Para mí el problema no solo radica en el abandono de la playa o de la sierra, la cerveza y el pescaito frito, no. La depresión no nace por lo que dejas atrás, sino por lo que viene que, además de no gustarte, por eso lo odias. Odias a tu empresa, tus compañeros y tu jefe, sobre todo porque tú no querías trabajar en eso. Querías lo otro y no pudo ser y ahora vives amargado. Si de verdad te gustase tu trabajo y estuvieras enamorado de él, te hubieras llevado el ordenador a la playa y estarías deseando que llegase el día uno de septiembre.

          Si los afortunados que tienen trabajo, además trabajasen en lo que de verdad les gusta, el mundo andaría mucho mejor… Pero esto, como muchas otras cosas, lo seguimos teniendo muy mal organizado.

miércoles, 6 de agosto de 2014

Museos y cultura



Nos lo dijo no hace mucho tiempo nuestro amigo Paco Vélez al conocer esta revista: “Sevilla es una ciudad que grita mucho y lee poco”. Sevilla no acaba de ser una ciudad culta. Aquí se practica una cultura ratonera. Parece que cultura es acumular datos y referencias en el cacumen.  Y nada más lejos que La Coruña (perdón A Coruña). Nunca se me olvidarán aquellos concursos de las teles locales a los que acudían unos jovencitos barbilampiños y les ponían las manos de una imagen y te decían hasta el DNI del escultor. Pues lo sigo sintiendo, pero eso no es cultura. Aceptemos que pueda ser el resultado o efecto de cultivar los conocimientos humanos. Vale. Pero para mi, cultura será sinónimo de sensibilidad. De nada vale saber quién es el autor de un cuadro, cuando se pintó y cual es su tamaño, si después al mirarlo no lo ves, no te emocionas con él o no percibes ninguna sensación.
Por eso a Sevilla, nos pueden traer juntos el Prado, el Louvre y los Uffizi, encajarlos con calzador en la Plaza de América, que terminaremos diciendo aquello de: “Hay que ver lo que tiene que haber costado esto…”

La Velá de Triana


Que sí. Que llegan los días “señalaítos”. Vale. Pero si el año tiene 365 días y seis horas, lo de las seis horas nunca las he tenido muy en cuenta, resulta que en Triana vivimos unos 358 días, poco más o menos, de normalidad. Bueno, no. Todavía hay que quitar los de Semana Santa, que son 4; el Corpus; el Rocío; María Auxiliadora, los de cohetes miles; la Cabalgata de Reyes… Y no sé si se me pasa alguno. 
Si restamos los que acabo de citar, nos quedamos con 350. Y 350 días son muchos días para aguantarlos a pie firme. Y hay que hablar, pasear, tomarse una copita en la antes tan criticada zona peatonal de San Jacinto (la ciudad de las personas) y ahora tan utilizada y disfrutada por tantas y tantos trianeros de todas las edades, sexo y condición… Y no nos damos cuenta de que Triana crece y ya es muy adulta y de que cada vez tiene menos trianeros y cada vez tiene más inmigrantes de todos los niveles. Desde los que vinieron a la Expo y se quedaron, hasta los que vinieron del otro lado del gran charco para quedarse. Hay bares en Triana que son verdaderos consulados de países sudamericanos… 
Triana sufre los mismos problemas que un pueblo grande o una ciudad pequeña. Y por tanto sufre esas enfermedades tan habituales en las comunidades. Quién es quién, de dónde es aquel, cual es su ADN, es o no es trianero, qué hace por Triana… Y sin darnos cuenta vamos tejiendo inútiles y posiblemente dañinas telas de araña que amenazan con atraparnos a todos… Y cuando llegan los días “señalaítos”, uno va hacia el Altozano con alguna precaución, con algún recelo, sin saber realmente si te vas a divertir o no. Que si el tipo de música, que si los decibelios, que si las casetas, que si las banderas, que si la policía, que si las pañoletas, que si las puñetas… 
Pues no saben ustedes lo que yo daría por vivir en un corral de la calle Betis, allá por los 40 o 50 y sacar mi sillita de enea a la puerta de la calle y dedicarme a saludar a todo, ¡pero a todo!, el personal que pasara por la puerta de mi casa… ¡Palabra!

El calor, la calor, los calores , las calores…



Dice  José Mª Toro que yo digo que solo escribo de lo que se. La verdad es que se me da mejor que eso de inventar las cosas. Y, por seguir con mi línea, voy a hablar de esa cosa de la que también habla José Mª en su artículo. Del calor. Y el calor suele venir muy asociado a otro concepto bastante engorroso: las vacaciones.
Desde la más tierna infancia, calor y vacaciones vienen ligados a recuerdos de mudanzas embrolladísimas. Desde el botijo de barro hasta una mecedora… ¡Todo! Sin olvidar las broncas de mi madre con mi abuela.  Con el paso del tiempo cambiamos el botijo por una neverita de plástico de color azul y la mecedora por una tumbona de lona plegable a rayas también azules. Las broncas, con el tiempo, pasaron a ser entre la señora y la suegra. Los niños aprovechaban para dar voces. Con el paso de más tiempo, el coche se cargaba con todo. La baca a rebosar, el maletero a tope y la señora, la suegra y los tres mil hijos de San Luis, tapándote el retrovisor… Y como denominador común, el calor, la calor, los calores y las calores… Y desde el portal de casa, el tío guasón que te grita: ¡Que pases unas felices vacaciones! Y tú que te acuerdas de su padre…
        
Sé que alguno de ustedes habrán vivido cosas peores. Vale. Pero todos estarán de acuerdo conmigo en que también es mala pata que el calor se alíe con esa ceremonia tan hispana como es la mudanza de las vacaciones. ¡Ah! Sin olvidar la bicicleta del mayor. Cogida con un buen pulpo a la baca. Porque no hay que ignorar que “las bicicletas son para el verano”, como decía aquella formidable obra teatral de don Fernando Fernán Gómez. El padre, en el mes de abril del 39, le decía a su hijo cuando este le pedía una bici para el próximo verano: 
      
 -“Quien sabe cuándo habrá otro verano…”
  Y caía lentamente el telón.