martes, 19 de agosto de 2014

Vuelta a la rutina

 
     

¿Cuántos artículos, recuadros y columnas nos quedan por leer en estos primeros días de septiembre sobre eso que han dado en llamar “síndrome post vacacional”? La tira. Porque los periodistas nos agarramos a lo primero que pasa. Agosto lo aguantamos gracias a las carreras de caballos de Sanlúcar, la Feria de Málaga que hacen en la calle Larios, con las obras del centro de Sevilla y con los veranillos del Alamillo… Y ahora vienen los estudios sobre los cuadros depresivos al volver a la vida del trabajo.

          Para mí el problema no solo radica en el abandono de la playa o de la sierra, la cerveza y el pescaito frito, no. La depresión no nace por lo que dejas atrás, sino por lo que viene que, además de no gustarte, por eso lo odias. Odias a tu empresa, tus compañeros y tu jefe, sobre todo porque tú no querías trabajar en eso. Querías lo otro y no pudo ser y ahora vives amargado. Si de verdad te gustase tu trabajo y estuvieras enamorado de él, te hubieras llevado el ordenador a la playa y estarías deseando que llegase el día uno de septiembre.

          Si los afortunados que tienen trabajo, además trabajasen en lo que de verdad les gusta, el mundo andaría mucho mejor… Pero esto, como muchas otras cosas, lo seguimos teniendo muy mal organizado.

miércoles, 6 de agosto de 2014

Museos y cultura



Nos lo dijo no hace mucho tiempo nuestro amigo Paco Vélez al conocer esta revista: “Sevilla es una ciudad que grita mucho y lee poco”. Sevilla no acaba de ser una ciudad culta. Aquí se practica una cultura ratonera. Parece que cultura es acumular datos y referencias en el cacumen.  Y nada más lejos que La Coruña (perdón A Coruña). Nunca se me olvidarán aquellos concursos de las teles locales a los que acudían unos jovencitos barbilampiños y les ponían las manos de una imagen y te decían hasta el DNI del escultor. Pues lo sigo sintiendo, pero eso no es cultura. Aceptemos que pueda ser el resultado o efecto de cultivar los conocimientos humanos. Vale. Pero para mi, cultura será sinónimo de sensibilidad. De nada vale saber quién es el autor de un cuadro, cuando se pintó y cual es su tamaño, si después al mirarlo no lo ves, no te emocionas con él o no percibes ninguna sensación.
Por eso a Sevilla, nos pueden traer juntos el Prado, el Louvre y los Uffizi, encajarlos con calzador en la Plaza de América, que terminaremos diciendo aquello de: “Hay que ver lo que tiene que haber costado esto…”

La Velá de Triana


Que sí. Que llegan los días “señalaítos”. Vale. Pero si el año tiene 365 días y seis horas, lo de las seis horas nunca las he tenido muy en cuenta, resulta que en Triana vivimos unos 358 días, poco más o menos, de normalidad. Bueno, no. Todavía hay que quitar los de Semana Santa, que son 4; el Corpus; el Rocío; María Auxiliadora, los de cohetes miles; la Cabalgata de Reyes… Y no sé si se me pasa alguno. 
Si restamos los que acabo de citar, nos quedamos con 350. Y 350 días son muchos días para aguantarlos a pie firme. Y hay que hablar, pasear, tomarse una copita en la antes tan criticada zona peatonal de San Jacinto (la ciudad de las personas) y ahora tan utilizada y disfrutada por tantas y tantos trianeros de todas las edades, sexo y condición… Y no nos damos cuenta de que Triana crece y ya es muy adulta y de que cada vez tiene menos trianeros y cada vez tiene más inmigrantes de todos los niveles. Desde los que vinieron a la Expo y se quedaron, hasta los que vinieron del otro lado del gran charco para quedarse. Hay bares en Triana que son verdaderos consulados de países sudamericanos… 
Triana sufre los mismos problemas que un pueblo grande o una ciudad pequeña. Y por tanto sufre esas enfermedades tan habituales en las comunidades. Quién es quién, de dónde es aquel, cual es su ADN, es o no es trianero, qué hace por Triana… Y sin darnos cuenta vamos tejiendo inútiles y posiblemente dañinas telas de araña que amenazan con atraparnos a todos… Y cuando llegan los días “señalaítos”, uno va hacia el Altozano con alguna precaución, con algún recelo, sin saber realmente si te vas a divertir o no. Que si el tipo de música, que si los decibelios, que si las casetas, que si las banderas, que si la policía, que si las pañoletas, que si las puñetas… 
Pues no saben ustedes lo que yo daría por vivir en un corral de la calle Betis, allá por los 40 o 50 y sacar mi sillita de enea a la puerta de la calle y dedicarme a saludar a todo, ¡pero a todo!, el personal que pasara por la puerta de mi casa… ¡Palabra!

El calor, la calor, los calores , las calores…



Dice  José Mª Toro que yo digo que solo escribo de lo que se. La verdad es que se me da mejor que eso de inventar las cosas. Y, por seguir con mi línea, voy a hablar de esa cosa de la que también habla José Mª en su artículo. Del calor. Y el calor suele venir muy asociado a otro concepto bastante engorroso: las vacaciones.
Desde la más tierna infancia, calor y vacaciones vienen ligados a recuerdos de mudanzas embrolladísimas. Desde el botijo de barro hasta una mecedora… ¡Todo! Sin olvidar las broncas de mi madre con mi abuela.  Con el paso del tiempo cambiamos el botijo por una neverita de plástico de color azul y la mecedora por una tumbona de lona plegable a rayas también azules. Las broncas, con el tiempo, pasaron a ser entre la señora y la suegra. Los niños aprovechaban para dar voces. Con el paso de más tiempo, el coche se cargaba con todo. La baca a rebosar, el maletero a tope y la señora, la suegra y los tres mil hijos de San Luis, tapándote el retrovisor… Y como denominador común, el calor, la calor, los calores y las calores… Y desde el portal de casa, el tío guasón que te grita: ¡Que pases unas felices vacaciones! Y tú que te acuerdas de su padre…
        
Sé que alguno de ustedes habrán vivido cosas peores. Vale. Pero todos estarán de acuerdo conmigo en que también es mala pata que el calor se alíe con esa ceremonia tan hispana como es la mudanza de las vacaciones. ¡Ah! Sin olvidar la bicicleta del mayor. Cogida con un buen pulpo a la baca. Porque no hay que ignorar que “las bicicletas son para el verano”, como decía aquella formidable obra teatral de don Fernando Fernán Gómez. El padre, en el mes de abril del 39, le decía a su hijo cuando este le pedía una bici para el próximo verano: 
      
 -“Quien sabe cuándo habrá otro verano…”
  Y caía lentamente el telón.